En el Perú hay una zona muy montañosa con profundos barrancos llamada Yauyos. Hace años unos sacerdotes la atendían, pero se les dificultaba el acceso a las diversas comunidades, pues entre una y otra había que sortear esas montañas por angostas veredas. Sólo se podía llegar montando lentamente a caballo y siempre con el peligro de que la lluvia cortara los caminos con deslaves.
Uno de los sacerdotes que atendía esa región, el padre Alfonso, solía encomendarse a su ángel custodio en esos viajes que solían durar más de un día. En una ocasión se dirigía a un pueblo colgado de la ladera de los Andes. Era época de lluvias. Después de varias horas de cabalgar y estando en lo alto de una montaña por un estrecho camino, de repente se le ocurrió bajarse para ajustar la silla y las alforjas. Iba a volverse a subir, pero mejor decidió caminar un rato para “estirar las piernas”. Le dio una palmada en las ancas al animal para que fuera por delante. Pero en cuanto continuó el caballo, éste pisó un tramo que se desmoronó y se vino abajo. El caballo cayó rodando cientos de metros hasta el fondo de la quebrada entre el estruendo de las piedras.
El padre Alfonso quedó mirando desde arriba cómo el caballo perdía la vida quedando inmóvil al fondo del barranco. Inmediatamente pensó cómo el podía estar también tirado en ese lugar, si no fuera por esa “inspiración” de caminar que de seguro se la debía a su ángel de la guarda.
Dios ha querido darnos una ayuda en nuestro caminar, y dispuso que cada persona cuente con la ayuda de un ángel.
Dado que pueden aconsejarnos, suscitar imágenes o recuerdos, podemos acudir con frecuencia a ellos, por ejemplo, a no distraernos en nuestras oraciones, o incluso en cuestiones humanas. Sin coaccionarnos, nos persuaden sobre lo que hay que hacer o no hacer.
Cabría preguntarnos si los tratamos como a unos buenos amigos.
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