Querido desconocido:
Por vez primera me he sentido avergonzada. El poderío de tu mirada me ha dejado cierto aire de turbación; apenas si he podido sacudírmelo de encima. En un principio parecía como si quisieras comerme con la vista. Pero me equivocaba por completo: estabas sorprendido. Te he descubierto en un renuncio, esquivando el primer cruce severo con el vistazo que yo te estaba echando encima.
¿Para qué negarlo? Me fijé en ti cuando entraste. Luego volqué una ojeada hacia la ventana, forzada por el soplo de timidez que me invadió. Afuera debía hacer mucho frio, yo tan acalorada entre estas cuatro paredes. Pero me hubiera gustado estar allí, en la oscuridad de la tarde que acababa de morir, debajo de la nevada que estaba cayendo a cámara lenta; los copos, que parecían estar creados para acariciarme tras los cristales, habrían aliviado los trazos de rubor que se habían apoderado de mi piel, invadida palmo a palmo por tus ojos azules.Nunca antes me había sentido así: turbada en mi desnudez.
Has estado un buen rato contemplándome de manera punzante, sin mover un solo dedo, y yo ya sonaba con que me acariciaras de manera tierna y sin mediar palabra. No he reconocido en ti ni un solo vestigio de descaro. Me has sonreído de manera tímida, tus dientes casi temerosos de mostrarme su blancura; incluso te has ruborizado un poco. En ese instante ya éramos cómplices. Me has hecho sentir bien. De repente, ya no me ha importado mostrarte mi cuerpo desnudo, y he comenzado a desnudarte en mi imaginación. Tu parecías ir a lo tuyo, pero sin dejar de mirar de hito en hito toda la extensión de mi cuerpo.
Te he observado fijamente durante un rato. Las voces a mi alrededor parecían acoplarse a una larga distancia, hermanadas con un eco huidizo. He grabado tu rostro en mis retinas, escurriéndose sus trazos como un colirio que ha aliviado el escozor de mis ojos, irritados de tener que soportar esta atmosfera tan cargada. Tu mirada ha sido un bálsamo. Tu presencia ha hecho las veces de tratamiento paliativo para la soledad que padezco. Y aún no hemos cruzado una sola palabra, entre nosotros un espacio de aire con esencias de musgo.
Al acabar, has recogido tus cosas. Yo seguía inmóvil, pero tiritando por dentro: te estabas marchando, me mostrabas la espalda y mi corazón galopaba detrás de ti. Mis labios hubieran querido acariciarte de manera serena. Hubiera querido decirte tantas cosas…
El profesor me ha acercado la bata. He calzado las zapatillas. He corrido hacia la ventana. Seguía nevando. Yo ya sentia el frio de tu ausencia. Te he visto salir, caminar por la acera, que incluso has resbalado, y a punto has estado de dar con tus huesos en el suelo, mi ánimo ya arrastrado por la angustia de no saber si volveré a verte. Te has vaporizado bajo el manto ambarino que tienden sobre la calle desangelada las pobres farolas. Y he escrito esta carta. La dejaré sobre la banca que has ocupado hoy. Espero que puedas leerla.
Mañana, cuando estemos frente a frente, cuando de nuevo dibujes mi cuerpo desnudo, nos miraremos, trazaremos un boceto de miradas y en tus ojos descubriré si anhelas dibujar mis sentimientos, si suenas con bosquejar mi alma. Yo ya te tengo en el marco de mi corazón.
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