En nuestro contexto, con la palabra vivencia queremos expresar simultáneamente dos cosas: en primer lugar, la experiencia personal, la participación directa en un acto (en este caso el sexual); y en segundo, la huella que este hecho de participar, de vivir algo como actor, deja en la persona. En el primer caso, lo importante es ser protagonista. En el segundo, valorar la fuerza de la impresión que dejan los hechos, que cambiará según las circunstancias.
En una relación sexual esas circunstancias pueden ser realmente muy variadas. La cumbre de la sexualidad es el orgasmo, pero cuando el encuentro se limita únicamente a la búsqueda de placer, no hay un verdadero encuentro personal, en el que la afectividad sea el sentimiento dominante. La genitalidad es la relación sexual centrada en el sexo y no en el amor. Hay muchos matices en la sexualidad sana, que pueden deteriorarse si el corazón humano se convierte en un campo de batalla en donde el deseo le gana la partida a la afectividad, con lo que esa relación pierde calidad humana.
Este tipo de relaciones, que denominamos preindividuales (por cuanto no hay una verdadera conexión entre las dos personas), no conducen en absoluto hacia la plenitud y se limitan a ser una mera satisfacción de los sentidos. Lejos de unir a las personas, un contacto sexual de este tipo, si se prolonga en el tiempo, produce separación y alejamiento. Los dos protagonistas irán poco a poco viéndose desnudos el uno al otro, pero no tanto en el plano físico como en el psicológico y espiritual, y quedará revelada, dolorosamente, la pobreza interna de ambos.
Esta sociedad nuestra de los albores del siglo XXI, tan llena de progresos técnicos pero tan escasa de amor verdadero, va muy deprisa y no se detiene a pensar sobre los aspectos psicológicos de la sexualidad. Por un derrotero sinuoso puede llegar a convertir al otro en objeto de placer, como deseo transitorio de uso de otro cuerpo para sentir el máximo de placer sexual. La mujer es vista, entonces, con ojos de deseo, es objeto, no persona, y la relación queda reducida a un medio utilitario para satisfacer la necesidad de la pulsión instintiva.
Convertir al otro en objeto destruye la calidad del acto. Lo he dicho en otro apartado de este libro: a veces, en esta sociedad de nuestro tiempo, las personas son tratadas como si fueran cosas y eso queda aquí patente si todo ese encuentro degenera en pura genitalidad. O dicho al revés: el amor sexual auténtico es un icono de la categoría de esas dos personas, porque expresa una unión íntima y total, con todos sus planos vibrando al unísono. De este modo, el acto sexual se convierte en un acto de amor, que expresa el deseo de lo mejor para el otro, de satisfacerlo en todos los campos de la persona, no sólo en el corporal.
La satisfacción egoísta de la sexualidad es un impulso animal. Hay que distinguir entre los actos naturales, que son compartidos por el hombre con el animal y son más instintivos, y los actos humanos, que tienen un tono distintivo de más nivel, con ingredientes psicológicos, espirituales y culturales. La sexualidad sana es un acto humano que integra en su seno los distintos elementos mencionados. Es físico, pero va más allá, pues conjuga a la vez la afectividad, el trato sentimental, la humanidad y todo el amplio panorama de la psicología.
Una persona madura debería buscar en el encuentro sexual otro tipo de motivaciones, no sólo las físicas, que le sirvieran para canalizar las pulsiones sexuales en un sentido creativo y de mejora de uno mismo. Al animal lo domina el instinto, única fuerza que lo rige, pero en el ser humano esa tendencia natural puede ser gobernada por medio de la voluntad, que es a su vez una expresión de la inteligencia racional. El concepto es fácil de entender, pero la sociedad moderna ha convertido el sexo en un artículo de comercio, lo cual priva a esta actividad de su contenido afectivo y lo transforma en un fenómeno igualado con la pulsión animal.
La sexualidad se degrada al convertirse en un simple enlace de dos cuerpos en busca del placer, sin compromiso ni responsabilidad, dirigido por dos únicas variables que hoy día parecen ser las dominantes: hedonismo y permisividad. La sexualidad se transforma en un terreno de pruebas para experiencias cada vez más atrevidas, pero en el que no hay dirección ni voluntad y sí un vacío creciente.
Hay numerosos libros, algunos muy célebres, que exaltan este tipo de actividad sexual centrada exclusivamente en la obtención de placer inmediato, sin buscar nada más. Harún al-Makhzumí, en su obra Las fuentes del placer, presenta la versión árabe del Kama Sutra, y su objetivo no es otro que encontrar el máximo placer por medio del erotismo. Sin embargo, la entrega a este tipo de pasión hace que la persona se olvide de su propia humanidad. No se tiene en cuenta la afectividad inherente a nuestra naturaleza, ni se consideran las necesidades que todos tenemos -nosotros y nuestra pareja- de ternura, cariño y consideración.
La persecución obsesiva del placer no conduce a la felicidad, ya que ésta deriva del esfuerzo personal, del afán de mejora y superación, y del deseo de hacer feliz a otra persona. Esta otra forma de amar no centrada en el hedonismo nos hace contribuir no sólo a la felicidad propia y de nuestra pareja, sino al progreso de la sociedad, ya que uno se hace consciente de la necesidad de colaborar con el común y olvida el impulso de autosatisfacción exclusiva y egoísta.
Otro libro muy célebre es el propio Kama Sutra, escrito por el indio Vatsyayana en el siglo V. Básicamente es un catálogo de posturas y técnicas para el acto sexual centrado en el placer. Es una obra pródiga en metáforas cuya intención es resaltar la importancia de una relación hedonista: el abrazo de la vegetación, las lianas entrelazadas, la brisa que mece los árboles... El objetivo de la sexualidad, para el autor de ese libro es, por encima de todo, alcanzar el orgasmo. Ahora bien, ¿la sexualidad consiste sólo en esto? No: debe ser un encuentro personal con intimidad.
Desde nuestro punto de vista, reducir el concepto de felicidad a la mera obtención de placer es un error, tanto por la estrechez de tal objetivo, como por sus reducidas perspectivas. Siguiendo los consejos de libros como Kama Sutra se olvida que el ser humano tiene una grandeza que se basa en su sed de amor: el amor es el verdadero objetivo, aunque a menudo. esto se olvide, y muchas personas terminan conformándose, por ignorancia, con sucedáneos.
Afortunadamente, está surgiendo un nuevo tipo de literatura, de corte científico, que propugna la recuperación del verdadero amor humano. En este sentido recomendamos la lectura del libro Le plaisir chaste, de Yan de Karorguen. En esta obra se tratan muchos de los temas que hemos analizado hasta ahora, y de entre ellos destaca el «descubrimiento» de la conexión entre el amor y la sexualidad. Esta obra ofrece una panorámica sobre la posibilidad de afrontar las relaciones sexuales desde un nuevo punto de vista, más allá del mero hedonismo y la satisfacción mecánica de los deseos. Yan de Karorguen propone recuperar el romanticismo o, lo que es lo mismo, la ternura, la afectividad como elemento básico de la relación de pareja. Otra obra relacionada con este tema esEl fin del sexo, de George Leonard, en la cual denuncia el carácter mecánico y animal del sexo en la sociedad moderna e incluso acuña un término para describir esta situación: orgasmolatría.
El trabajo de estos y otros autores indica el comienzo de una nueva etapa en el ámbito de la sexualidad humana: se aporta la idea de que el sexo no es el objetivo último, sino una de las diversas vías para el perfeccionamiento de la relación de pareja. En suma, se trata de recuperar la idea del amor romo factor de felicidad y satisfacción plena, no sólo física, sino también espiritual. Hay que recuperar el amor humano en su sentido de totalidad, no el amor incompleto representado por la mera relación erótica.
Esta dualidad ha sido representada de muchas maneras en la tradición occidental. Sin embargo, el simbolismo más interesante -y acertado- ha sido el que idearon para su mitología los antiguos pueblos helénicos, que representaban por medio de dos divinidades diferentes esas dos facetas del amor de las que hemos hablado hasta ahora. Así, para estos pueblos se encontraba en primer lugarEros, dios del amor afectivo, que había surgido del caos primigenio y que favoreció la unión del Día y la Noche para dar lugar a la Creación.
Lo consideraban una fuerza básica de la naturaleza, pues aseguraba la continuidad de la vida, y los romanos tuvieron un mito similar con el nombre de Cupido. Los filósofos antiguos se interesaron por el tema, como Platón en El banquete, donde explica que este dios era hijo de la Riqueza (Poros) y la Pobreza (Penia). El amor era una fuerza elemental, cargada de insatisfacción, que al mediar entre dioses y hombre terminaba alcanzando siempre sus fines. Su imagen alegórica como niño con alas, armado de arco y flechas y portador de una antorcha en su espalda, procede de la época de Alejandro. Esta apariencia infantil es engañosa, ya que es en realidad un dios muy poderoso, que produce heridas de difícil cura.
La otra faceta clásica del amor -aunque de origen oriental- era la encarnada por la diosa griega Afrodita (Venus para los romanos). Representaba la belleza, el amor sensual y el matrimonio, el atractivo sexual y el placer erótico. Era en cierto modo la antítesis de Eros, ya que esta diosa provocaba la discordia, los celos y la envidia. En suma, era la representación de una idea disolvente: el amor que no es tal, sino tan sólo satisfacción de los sentidos.
El placer es una experiencia expansiva: el hombre y la mujer vibran físicamente, pero el acto sexual es algo más. Debería ser una unión íntima, una forma de éxtasis (palabra que en griego significa «estar fuera de uno mismo») basado en el verdadero amor y cuya cumbre va más allá del orgasmo. Si se considera que los aspectos sexuales son los únicos que participan en el coito, entonces se tiene una visión muy limitada de la sexualidad. El hecho de no ser capaz de apreciar los otros planos que participan en el encuentro sexual hace que las relaciones de pareja, con el paso del tiempo, se degraden y pierdan contenido.
Cada persona debe tener en cuenta no sólo su propio placer, sino las necesidades y exigencias de su pareja. Y no olvidemos que no es lo mismo el hombre que la mujer: el primero tiene una disposición más rápida hacia la relación sexual, mientras que en la mujer el encuentro precisa de más sosiego y dedicación. El hombre puede alcanzar el orgasmo rápidamente, pero la mujer, en general, presenta una respuesta más lenta, aunque también más sostenida. Por eso el hombre debe olvidarse de su propia urgencia y dedicar más tiempo a la mujer si quiere que la relación sea satisfactoria y plena.
La sexualidad femenina presenta cuatro fases bien definidas: excitación previa, meseta, orgasmo y resolución. En la primera el hombre debe estimular a la mujer por medio de caricias y besos. Todo el organismo se prepara para el acto sexual, particularmente la vagina, en la que se producen cambios de color, tamaño y temperatura y, sobre todo, se segrega una mucosa lubricante que facilita la penetración. Ésta ha de realizarse en la fase de meseta, cuando la mujer está plenamente excitada. El hombre no debe tener prisa, pues es este el momento más agradable para su pareja.
El orgasmo es una explosión sensorial de intenso placer, que supone el clímax o culminación física, pero también mental y espiritual, del encuentro sexual. Por último tenemos la fase de resolución. Se le suele dar poca importancia, ya que la sexualidad mecánica moderna se ha centrado en el orgasmo, pero de hecho es -o debería ser- este momento de máxima relajación y compenetración de la pareja el de mayor contenido afectivo y humano. Es frecuente que algunas parejas, nada más terminado el acto, se separen y se den la espalda para dormir, o que uno de los dos salga corriendo a la ducha apenas ha experimentado el orgasmo. Esto es algo más que una actitud errónea: puede ser síntoma de que algo anda mal en la pareja.
Es conveniente también no dejarse llevar por mitos o falsas creencias. Ciertamente, es preferible el orgasmo simultáneo, pero no hay que obsesionarse por esta idea. El orgasmo simultáneo es difícil de conseguir, muy poco frecuente, aunque cuando se consigue el placer se multiplica. La unión conyugal debe centrarse más bien en la comunicación mutua, haciéndola cada vez más rica. Esta ganancia psicológica y afectiva es la que lleva al culmen del verdadero placer. En una relación completa, después del orgasmo sobreviene una poderosa sensación de calma y relajación que es anticipo de un sueño profundo y reparador. El resultado del amor es que las tensiones se diluyen en un encuentro humano íntimo, responsable y comprometido, fruto de la voluntad. En una relación sexual plena, el tú y el yo se conjugan para crear una sola personalidad: el nosotros.
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