viernes, 6 de diciembre de 2013

EL ROMANTICISMO MADURO





La sexualidad es un elemento constituyente y muy importante del amor, pero no siempre que se practica el acto sexual hay amor. Muchas personas confunden una relación sexual esporádica con un acto de amor, por más que el contacto haya sido breve, superficial y carente de contenido. El verdadero amor incluye una intensa comunicación entre los dos miembros de la pareja, que va más allá de lo físico para entrar en los planos, ya comentados, de la mente, la cultura y el espíritu.
En una época en la que se da prioridad al hedonismo, es preciso redescubrir el amor romántico y sentimental, el que guarda como un tesoro la afectividad y la ternura. Se trata de recuperar la profundidad del amor entre dos seres humanos: hombre y mujer.
El sexo, por sí solo, no es amor: es sólo satisfacción del deseo, de la pulsión sexual instintiva, un acto que nos acerca a los animales. El amor humano hace que nos afirmemos en nuestra propia esencia a través del otro. Implica la unión de dos personas en busca de un sentido más profundo de la vida. Se habla de «hacer el amor», pero a menudo no hay ningún amor en ello. Desde el momento en que una pareja se conoce y atrae, hasta que surge el verdadero amor, el camino es largo y consta de una serie de etapas. La belleza física es lo que primero nos llama la atención, pero en una relación consistente y sana son otros valores, los interiores, los que determinan el surgimiento del afecto.
¿Qué es, pues, el amor? Ante todo, saber ponerse en el lugar del otro, estar pendiente de él, desearle lo mejor como si fuera para uno mismo. En definitiva, fundir dos vidas en una. El amor es algo muy necesario, pues constituye el ingrediente principal de la felicidad. La persona feliz, enamorada, es más libre y completa, y su plenitud la lleva a integrarse mejor en su sociedad, a colaborar en ella, a participar en el esfuerzo común del progreso humano. El amor es un genuino «bien moral», más allá del materialismo.
El amor es un bien precioso que hay que saber cuidar. James Joyce dijo de él que era algo «tan poco natural, que rara vez se puede repetir, puesto que el alma es incapaz de volver a ser virgen, y casi nunca tiene la energía suficiente para sumergirse en el océano del alma de otro». Si se llega al amor auténtico, no habría que temer esto, pues en un nivel de verdadera comunión espiritual, la ruptura es difícil.
El amor es una fuente de alegría relacionada con el conocimiento que tenemos de nosotros mismos y del otro. En este esfuerzo el acto sexual es sólo una parte. La sexualidad no es el fin que se debe perseguir, y buscar sólo el placer erótico constituye una mala estrategia. Cuando se ansía la satisfacción rápida del deseo físico, no nos preocupamos del otro, ni siquiera lo valoramos como persona, sino tan sólo como mero instrumento para satisfacer un deseo hedonista.
La pareja sin amor es inútil, se disgrega y aleja con el tiempo, y por eso se dice con tanta frecuencia que «del amor al odio sólo hay un paso». Este dicho sólo tiene sentido si hablamos de ese falso amor exclusivamente físico. El verdadero amor difícilmente puede deslizarse hacia el extremo de la repulsión. Por el contrario, tiende a generar más amor a su alrededor.
La entronización del sexo como bien supremo, fomentada por los medios de comunicación, lleva a la sociedad a un proceso creciente de deshumanización. Como dice Quentin Crisp en Las maneras del cielo (1999), «cada vez que nos enfrentamos a un deseo incontrolado, estamos sin duda frente a una tragedia en gestación».
El amor auténtico, bien planteado, comprometido y entregado, es la mejor herramienta de que disponemos para evitar esto y alcanzar la plenitud del ser humano en el mutuo afecto de la pareja. El romanticismo maduro es capaz de entusiasmar a una persona con la otra, pero con una perspectiva cartesiana: aunar dos figuras en una, Stendhal y Descartes, Max Scheller y Husserl, sentimientos y razones, lo emotivo y lo intelectual, corazón y cabeza.


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