Es lo único que deseo
RICK BRAGG
Debo de haber tenido unos nueve años de
edad, y era demasiado serio y digno para sentarme sobre el regazo de
Papá Noel en la tienda de departamentos Mason's, en Anniston, Alabama,
pero lo suficientemente chico aún para pedirle -ipor favor, por favor,
por favor!- un soldado G.I. Joe en la Navidad.
-Ya estás muy grandecito para jugar con muñecos -me dijo Sam, mi hermano mayor, quien solía jactarse de que, el día que nació, se sacudió el polvo en la sala de partos y se fue a casa caminando.
-G.I. Joe no es un muñeco -repliqué, enojado.
-Sí lo es.
-iClaro que no!
En 1968, en el condado de Calhoun, Alabama, esa discusión se consideraba un diálogo intelectual. Estaba yo a punto de pellizcar a Sam cuando mi cansada madre me tomó del brazo para que me extasiara con la nieve artificial que caía sobre un ciervo que tenía limpiapipas en lugar de cuernos. Sam se acercó resueltamente a Papá Noel, como un adulto pequeño, para pedirle -me parece- una sierra eléctrica y algunos cartuchos para escopeta.
-¿crees que me lo traerá? -le pregunté a mi madre.
En aquel entonces ella lavaba ropa ajena y limpiaba casas cuando podía. La cercanía de la Navidad le causaba mucho temor: temor de que para sus tres hijos fuera un tiempo de enorme desilusión.
-No lo sé, hijo -contestó, mientras con la otra mano sujetaba a mi hermano menor, Mark, quien se asustó al ver a ese hombre extraño con traje rojo e intentaba huir a las montañas.
-Es lo único que deseo -dije, esperanzado.
No sabía yo que desear algo era como darle a mamá una patada en el vientre. Cuando escribo acerca de mi niñez y la Navidad me resulta difícil no sonar un poco como Dickens. No me refiero a que escriba tan bien, sino a que, cuando era niño, la Navidad era para mí como un sube y baja de tristeza y júbilo, tal vez la prueba más clara de la brecha entre pobres y ricos. Un G.I. Joe era un juguete caro, que costaba más de lo que mi madre a veces ganaba en un día; sin embargo, ahora que tengo más de 50 años y evoco aquellos tiempos, los desengaños se disipan en mi mente y surgen recuerdos de cosas que se parecen mucho a los milagros. Al día siguiente entré cabizbajo en la cocina de mi tía Juanita, quien era delgada y baja de estatura pero tan fuerte como un hombre. Me daba galletitas con crema de maní y pollo frito, aunque no en ese orden.
-¿Qué va a traerte Papá Noel, cariño? -me preguntó.
-Yo quería un G.I. Joe -repuse-, pero Sam me dijo que solo las niñas juegan con muñecos, y como no soy una niña, creo que ya no lo quiero.
Unos días después, vi una caja con mi nombre junto a su árbol navideño. La había envuelto con papel delgado, tanto que se podía ver a través de él: iera un G.I. Joe!, el vestido con uniforme de marinero, pero no me habría importado que llevara ropa de vendedor de seguros. Me pasé los días que faltaban para la Navidad con una extraña sensación de paz. Cuando abrí la caja, mi mamá fingió sorpresa. Papá Noel, dijo, seguramente se había aliado con mi tía Juanita. Adoro a mi tía Juanita por haber hecho eso. Amo a mi madre por hacer todo lo que podía, día tras día. Sé que la Navidad significa mucho más que todas esas cosas materiales, que incluso tal vez esté mal calificar esas cosas de milagros, por pequeños que sean. El milagro, creo, está en el corazón de esas dos mujeres.
-Ya estás muy grandecito para jugar con muñecos -me dijo Sam, mi hermano mayor, quien solía jactarse de que, el día que nació, se sacudió el polvo en la sala de partos y se fue a casa caminando.
-G.I. Joe no es un muñeco -repliqué, enojado.
-Sí lo es.
-iClaro que no!
En 1968, en el condado de Calhoun, Alabama, esa discusión se consideraba un diálogo intelectual. Estaba yo a punto de pellizcar a Sam cuando mi cansada madre me tomó del brazo para que me extasiara con la nieve artificial que caía sobre un ciervo que tenía limpiapipas en lugar de cuernos. Sam se acercó resueltamente a Papá Noel, como un adulto pequeño, para pedirle -me parece- una sierra eléctrica y algunos cartuchos para escopeta.
-¿crees que me lo traerá? -le pregunté a mi madre.
En aquel entonces ella lavaba ropa ajena y limpiaba casas cuando podía. La cercanía de la Navidad le causaba mucho temor: temor de que para sus tres hijos fuera un tiempo de enorme desilusión.
-No lo sé, hijo -contestó, mientras con la otra mano sujetaba a mi hermano menor, Mark, quien se asustó al ver a ese hombre extraño con traje rojo e intentaba huir a las montañas.
-Es lo único que deseo -dije, esperanzado.
No sabía yo que desear algo era como darle a mamá una patada en el vientre. Cuando escribo acerca de mi niñez y la Navidad me resulta difícil no sonar un poco como Dickens. No me refiero a que escriba tan bien, sino a que, cuando era niño, la Navidad era para mí como un sube y baja de tristeza y júbilo, tal vez la prueba más clara de la brecha entre pobres y ricos. Un G.I. Joe era un juguete caro, que costaba más de lo que mi madre a veces ganaba en un día; sin embargo, ahora que tengo más de 50 años y evoco aquellos tiempos, los desengaños se disipan en mi mente y surgen recuerdos de cosas que se parecen mucho a los milagros. Al día siguiente entré cabizbajo en la cocina de mi tía Juanita, quien era delgada y baja de estatura pero tan fuerte como un hombre. Me daba galletitas con crema de maní y pollo frito, aunque no en ese orden.
-¿Qué va a traerte Papá Noel, cariño? -me preguntó.
-Yo quería un G.I. Joe -repuse-, pero Sam me dijo que solo las niñas juegan con muñecos, y como no soy una niña, creo que ya no lo quiero.
Unos días después, vi una caja con mi nombre junto a su árbol navideño. La había envuelto con papel delgado, tanto que se podía ver a través de él: iera un G.I. Joe!, el vestido con uniforme de marinero, pero no me habría importado que llevara ropa de vendedor de seguros. Me pasé los días que faltaban para la Navidad con una extraña sensación de paz. Cuando abrí la caja, mi mamá fingió sorpresa. Papá Noel, dijo, seguramente se había aliado con mi tía Juanita. Adoro a mi tía Juanita por haber hecho eso. Amo a mi madre por hacer todo lo que podía, día tras día. Sé que la Navidad significa mucho más que todas esas cosas materiales, que incluso tal vez esté mal calificar esas cosas de milagros, por pequeños que sean. El milagro, creo, está en el corazón de esas dos mujeres.
Rick Bragg es autor de libros, entre
ellos All Over but the Shoutin' y The Prince of Frogtown. En 1996 ganó
el Premio Pulitzer en la categoría de reportajes.
El regalo de lo posible
ESMERALDA SANTIAGO
Aquel 24 de diciembre, las calles de
Boston estaban repletas de turistas y residentes con abrigos de lana y
ropa de franela. Compradores, vendedores y curiosos se arremolinaban
junto a mí. En los comercios sonaban las canciones navideñas, y en las
veredas, los músicos callejeros daban lo mejor de sí. Todo el mundo, al
parecer, estaba acompañado de otra persona que sonreía o carcajeaba. Yo
estaba sola. Como soy la mayor de los 11 hijos de una familia
puertorriqueña y me crié con ellos en un atestado barrio de la Ciudad de
Nueva York, había pasado gran parte de mi vida deseando la soledad.
Ahora, convertida en una estudiante universitaria de 27 años de edad que
estaba afrontando la ruptura de una relación amorosa que había durado
siete años, por fin contemplaba lo que tanto había anhelado, pero no
estaba muy segura de que me gustaba.
Había deseado con el alma estar sola, pero no en Navidad. Mi familia había regresado a Puerto Rico, mis amigos se habían ido a pasar las fiestas de fin de año en casa, y mis conocidos estaban muy ocupados en su propia vida.
Empezaba a anochecer, y el inevitable regreso a mi departamento vacío me provocó tristeza. Las lucecitas que decoraban las vidrieras y las puertas me atraían, y deseaba que alguien saliera de un hogar y me invitara a entrar a una habitación confortable y tibia, con un árbol navideño primoroso, salpicado de nieve artificial y colocado sobre un pie de terciopelo cubierto de regalos. Me detuve en un pequeño supermercado, y me deprimí aún más al ver a la gente llenando sus canastos con cosas ricas. Los dátiles, los higos, las nueces y las avellanas me hicieron recordar los regalos que recibíamos de niños en la Navidad en Puerto Rico, porque los obsequios más preciados se reservaban para el Día de Reyes, el 6 de enero. Extrañaba a mi familia: sus fiestas ruidosas, los bailes, los tazones de arroz con porotos gandul, la piel crujiente y con sabor a ajo del cerdo asado, y las tortas de banana y yuca envueltas en hojas de plátano. Quería llorar por haber deseado estar sola y haberlo conseguido.
Frente a la iglesia habían colocado un nacimiento, con figuras de José y María junto al pesebre esperando la llegada del Niño Jesús. Me quedé contemplando la escena con otros transeúntes, algunos de los cuales se santiguaban y rezaban. Mientras me dirigía a casa, me di cuenta de que la historia del peregrinar de José y María de puerta en puerta en busca de posada se parecía mucho a mi propia historia. Haber dejado Puerto Rico seguía siendo una herida en mi alma, y aún luchaba por saber en quién me había convertido después de 15 años de vivir en los Estados Unidos. Había llorado mis pérdidas, pero por primera vez reconocí lo que había ganado. Era independiente, instruida, osada y tenía salud. Me quedaba una vida por delante, llena de posibilidades. A veces, el mejor regalo es el que nos damos nosotros mismos. Aquella Navidad me percaté de lo que había logrado hasta ese momento, y me di permiso de seguir adelante, sin temores. Es el mejor regalo que he recibido en mi vida, el que más valoro.
Había deseado con el alma estar sola, pero no en Navidad. Mi familia había regresado a Puerto Rico, mis amigos se habían ido a pasar las fiestas de fin de año en casa, y mis conocidos estaban muy ocupados en su propia vida.
Empezaba a anochecer, y el inevitable regreso a mi departamento vacío me provocó tristeza. Las lucecitas que decoraban las vidrieras y las puertas me atraían, y deseaba que alguien saliera de un hogar y me invitara a entrar a una habitación confortable y tibia, con un árbol navideño primoroso, salpicado de nieve artificial y colocado sobre un pie de terciopelo cubierto de regalos. Me detuve en un pequeño supermercado, y me deprimí aún más al ver a la gente llenando sus canastos con cosas ricas. Los dátiles, los higos, las nueces y las avellanas me hicieron recordar los regalos que recibíamos de niños en la Navidad en Puerto Rico, porque los obsequios más preciados se reservaban para el Día de Reyes, el 6 de enero. Extrañaba a mi familia: sus fiestas ruidosas, los bailes, los tazones de arroz con porotos gandul, la piel crujiente y con sabor a ajo del cerdo asado, y las tortas de banana y yuca envueltas en hojas de plátano. Quería llorar por haber deseado estar sola y haberlo conseguido.
Frente a la iglesia habían colocado un nacimiento, con figuras de José y María junto al pesebre esperando la llegada del Niño Jesús. Me quedé contemplando la escena con otros transeúntes, algunos de los cuales se santiguaban y rezaban. Mientras me dirigía a casa, me di cuenta de que la historia del peregrinar de José y María de puerta en puerta en busca de posada se parecía mucho a mi propia historia. Haber dejado Puerto Rico seguía siendo una herida en mi alma, y aún luchaba por saber en quién me había convertido después de 15 años de vivir en los Estados Unidos. Había llorado mis pérdidas, pero por primera vez reconocí lo que había ganado. Era independiente, instruida, osada y tenía salud. Me quedaba una vida por delante, llena de posibilidades. A veces, el mejor regalo es el que nos damos nosotros mismos. Aquella Navidad me percaté de lo que había logrado hasta ese momento, y me di permiso de seguir adelante, sin temores. Es el mejor regalo que he recibido en mi vida, el que más valoro.
Esmeralda Santiago es autora de seis
libros, entre ellos el exitoso relato "Cuando era puertorriqueña". El
más reciente es la novela Conquistadora.
Dulzura compartida
TAYARI JONES
Cada 25 de diciembre mi madre espera que
sus hijos estén presentes en casa, intercambien regalos y coman pavo. Y
cuando se pone su suéter navideño, más vale que todos se animen. Como
era natural, yo iba a ser la primera Jorres en rebelarse. Por ser la
segunda de tres hermanos y artista, quería seguir mis propias reglas y
adoptar tradiciones nuevas. Una biografía de Flannery O'Connor me dio la
idea: pasaría la Navidad ien una colonia de artistas! Nadie se alegró
con la noticia. Por la forma como se quejó mi mamá, parecía que iba a
divorciarme de la familia. Pero me mantuve firme e hice planes para mi
aventura de invierno en New Hampshire.
La Colonia MacDowell era todo lo que podría yo haber deseado. En ella había 25 o 30 artistas, y era justo como la había imaginado. Me sentía como si fuera un personaje de una estrafalaria película independiente. Al llegar la Nochebuena, ya llevaba yo más de una semana en la colonia. Ver caer la nieve empezaba a aburrirme, pero no se lo habría confesado a nadie nunca. Todo el mundo se divertía de lo lindo. iPaseos en trineo y whisky! iCharlas sesudas frente a la chimenea! Todos felices menos yo. ¿Qué me pasaba? Era la fiesta decembrina de mis sueños: sin renos de plástico paciendo en el jardín de la casa, sin partidos de fútbol americano en la televisión y sin suéteres navideños a la vista. La gente allí ni siquiera decía "Navidad", sino "fiesta". El refinamiento más puro. Entonces, ¿por qué me sentía tan triste? Al final telefoneé a casa desde la sala común. Mi padre contestó, pero apenas oía su voz debido al intenso ruido de fondo de los artistas. Papá bajó el volumen del disco navideño de Stevie Wonder que estaba escuchando y me dijo que mi madre se había ido de compras con mis hermanos. Eso me enfureció: estaban pasando una Navidad estupenda sin mí.
En la mañana de Navidad, aunque caía una fuerte nevada, apareció un paquete grande junto a la puerta de mi habitación. En él estaba anotado mi nombre con la preciosa letra manuscrita de mi mamá. Levanté el paquete como una niña de cinco años. Contenía un pastel relleno con betún rojo, mi favorito, envuelto con un montón de plástico de burbujas. La sencilla tarjeta que lo acompañaba decía: Feliz Navidad. Te queremos mucho. Mientras rebanaba el pastel, todos los artistas me rodearon: jóvenes, viejos, ateos y creyentes. Mamá había enviado un auténtico regalo hecho en casa, no un simple capricho de moda. Fue un pequeño milagro navideño que un pastel haya alcanzado para tantos. Lo comimos con las manos sobre servilletas de papel, para satisfacer un hambre de dulzura que, sin saberlo, todos sentíamos.
La Colonia MacDowell era todo lo que podría yo haber deseado. En ella había 25 o 30 artistas, y era justo como la había imaginado. Me sentía como si fuera un personaje de una estrafalaria película independiente. Al llegar la Nochebuena, ya llevaba yo más de una semana en la colonia. Ver caer la nieve empezaba a aburrirme, pero no se lo habría confesado a nadie nunca. Todo el mundo se divertía de lo lindo. iPaseos en trineo y whisky! iCharlas sesudas frente a la chimenea! Todos felices menos yo. ¿Qué me pasaba? Era la fiesta decembrina de mis sueños: sin renos de plástico paciendo en el jardín de la casa, sin partidos de fútbol americano en la televisión y sin suéteres navideños a la vista. La gente allí ni siquiera decía "Navidad", sino "fiesta". El refinamiento más puro. Entonces, ¿por qué me sentía tan triste? Al final telefoneé a casa desde la sala común. Mi padre contestó, pero apenas oía su voz debido al intenso ruido de fondo de los artistas. Papá bajó el volumen del disco navideño de Stevie Wonder que estaba escuchando y me dijo que mi madre se había ido de compras con mis hermanos. Eso me enfureció: estaban pasando una Navidad estupenda sin mí.
En la mañana de Navidad, aunque caía una fuerte nevada, apareció un paquete grande junto a la puerta de mi habitación. En él estaba anotado mi nombre con la preciosa letra manuscrita de mi mamá. Levanté el paquete como una niña de cinco años. Contenía un pastel relleno con betún rojo, mi favorito, envuelto con un montón de plástico de burbujas. La sencilla tarjeta que lo acompañaba decía: Feliz Navidad. Te queremos mucho. Mientras rebanaba el pastel, todos los artistas me rodearon: jóvenes, viejos, ateos y creyentes. Mamá había enviado un auténtico regalo hecho en casa, no un simple capricho de moda. Fue un pequeño milagro navideño que un pastel haya alcanzado para tantos. Lo comimos con las manos sobre servilletas de papel, para satisfacer un hambre de dulzura que, sin saberlo, todos sentíamos.
Tayari Jones es autora de tres novelas, la más reciente Silver Sparrow.
Se requiere un poco de ensamblaje
FLOYD SKLOOT
Mi hija Rebecca, de cinco años, sabía
exactamente qué quería de regalo en la Navidad de 1977, así que me lo
dijo. Aún quería el paraguas de plástico rosa y verde, con copa
transparente, del que había hablado tanto: sería grandioso para ver cómo
caía la lluvia sobre él. También quería libros, un camisón largo de
franela y unas pantuflas mullidas. Todo eso estaba muy bien, pero, en
realidad, sólo había una cosa que le importaba: una Casa de Ciudad de
Barbie, con todos sus accesorios listos para armar. Saber eso me
sorprendió. A ella no le gustaban las muñecas Barbie; prefería los
animales de peluche, y no le llamaba la atención jugar en un ambiente
estructurado. Rebecca siempre había sido una niña que establecía sus
propias reglas, diseñaba su propio mundo y hacía las cosas a su manera.
Pensé que el meollo del asunto tal vez no fuera la Barbie, sino la casa,
un lugar que pudiera reclamar como suyo, pues nos habíamos mudado cinco
veces a lo largo de su corta vida.
Al día siguiente, me detuve en el centro comercial. La enorme caja de la Casa de Ciudad de Barbie tenia dos letreros con exclamaciones: "¡Tres pisos de diversión con gran estilo! ¡El ascensor se detiene en todos los pisos!" Y uno que decía: "Se requiere un poco de ensamblaje" iAy no! Mi historial respecto a armar cosas era terrible. Nací en Brooklyn y me crié en edificios de apartamentos, con una familia que no construía nada. Unos años antes, me había tardado una semana en ensamblar un juego de jardín para niños; tenía tantas piezas, que me pasé las primeras cuatro horas clasificándolas y llorando, y las últimas dos horas tratando de averiguar por qué me sobraban tantas piezas.
Armé la casa de Barbie en la Nochebuena. Lograr que quedara nivelada, que no pareciera que las columnas se habían derretido y luego vuelto a congelar, y que el ascensor funcionara, fueron tareas que casi superaron mis fuerzas. Y hacerlo sin soltar palabrotas, en silencio para que mi hija no se despertara -si es que estaba durmiendo-, aumentó el reto.
Cuando amaneció, había yo terminado. Al poco rato Rebecca entró en la sala, con su oso de peluche bajo el brazo, fingiendo asombro y viéndose tan cansada como lo estaba yo. Su sorpresa tal vez haya sido falsa, pero su alegría fue absolutamente genuina y me conmueve hasta el día de hoy, 34 años después. Mi hija me había alentado a hacer algo que no creía yo poder lograr. Era algo para ella y, como mucho de lo que significa el privilegio de ser padre, logró aflorar lo mejor de mí y me permitió disipar algunas dudas respecto a mis habilidades. Ahora que lo recuerdo, tal vez había verdadera sorpresa en su rostro al ver la Casa de Ciudad, no por el regalo en sí, sino porque estaba ensamblada y seguía en pie bajo la luz matutina. O bien pudo ser algo más sencillo: quizá se sorprendió porque había pensado armarla ella misma.
Al día siguiente, me detuve en el centro comercial. La enorme caja de la Casa de Ciudad de Barbie tenia dos letreros con exclamaciones: "¡Tres pisos de diversión con gran estilo! ¡El ascensor se detiene en todos los pisos!" Y uno que decía: "Se requiere un poco de ensamblaje" iAy no! Mi historial respecto a armar cosas era terrible. Nací en Brooklyn y me crié en edificios de apartamentos, con una familia que no construía nada. Unos años antes, me había tardado una semana en ensamblar un juego de jardín para niños; tenía tantas piezas, que me pasé las primeras cuatro horas clasificándolas y llorando, y las últimas dos horas tratando de averiguar por qué me sobraban tantas piezas.
Armé la casa de Barbie en la Nochebuena. Lograr que quedara nivelada, que no pareciera que las columnas se habían derretido y luego vuelto a congelar, y que el ascensor funcionara, fueron tareas que casi superaron mis fuerzas. Y hacerlo sin soltar palabrotas, en silencio para que mi hija no se despertara -si es que estaba durmiendo-, aumentó el reto.
Cuando amaneció, había yo terminado. Al poco rato Rebecca entró en la sala, con su oso de peluche bajo el brazo, fingiendo asombro y viéndose tan cansada como lo estaba yo. Su sorpresa tal vez haya sido falsa, pero su alegría fue absolutamente genuina y me conmueve hasta el día de hoy, 34 años después. Mi hija me había alentado a hacer algo que no creía yo poder lograr. Era algo para ella y, como mucho de lo que significa el privilegio de ser padre, logró aflorar lo mejor de mí y me permitió disipar algunas dudas respecto a mis habilidades. Ahora que lo recuerdo, tal vez había verdadera sorpresa en su rostro al ver la Casa de Ciudad, no por el regalo en sí, sino porque estaba ensamblada y seguía en pie bajo la luz matutina. O bien pudo ser algo más sencillo: quizá se sorprendió porque había pensado armarla ella misma.
Floyd Skloot ha escrito 17libros, el más
reciente de ellos una colección de cuentos: Cream of Kohlrabi El primer
libro de su hija Rebecca, The Immortal Life of Henrietta Lacks, figuró
en la lista de éxitos de la librería del The New York Times.
Una feliz y boba Navidad
JENNY ALLEN
Mi mejor Navidad fue el año en que
tuvimos a Ken y a Barbie en la punta de nuestro árbol. Primero pusimos
allí un ángel, y luego a los muñecos. Dejen que les cuente todo. Cuando
mi hija, Halley, tenía cuatro años de edad, contraté a un bailarín de
ballet, Randy, para que la cuidara algunas tardes por semana. Era alto,
jovial y seguro de sí mismo, siempre con el pecho por delante, y aunque
apenas tenía 27 años, era resuelto y de carácter firme. A lo largo de
cuatro años, él y la niña recorrieron la Ciudad de Nueva York en busca
de aventuras: escalar la escultura de Alicia en el País de las
Maravillas en el Central Park, o sonreír a los pequeños y graciosos
pingüinos en el zoológico. Tenían su propio mundo y sus propias
pasiones: una devoción a los helados, a Elmo y a Pee-wee Herman. Randy
organizaba las fiestas de cumpleaños de Halley a la perfección.
Un año declaró que el tema era Peter Pan y le confeccionó a la niña un traje de Campanita, con cascabelitos en el dobladillo, y convenció a mi padre para que se presentara en la sala con un sombrero de pirata de ala ancha y un garfio falso en vez de mano. Randy también se encargaba de mis fiestas para adultos, y decidía mis atuendos, para lo cual buscaba y rebuscaba en las tiendas de segunda mano hasta encontrar el collar de piedras de fantasía que hiciera juego con el vestido que ya me había obligado a comprar. Cuando Halley tenía ocho años, Randy se marchó de Nueva York para dirigir una compañía de ballet sin grandes ambiciones en una pequeña ciudad de Colorado. Allí daba clases de baile, creaba coreografías y animaba a secretarias y vendedores de computadoras para que ejecutaran algunos pasos de ballet en el escenario. Halley lo echaba mucho de menos, al igual que toda la familia, pero Randy le llamaba por teléfono a menudo y le enviaba vestidos preciosos; cuando podía, nos visitaba en la Navidad.
El año en que mi hija cumplió 10 de edad, di a luz a otra nifia. Ese mismo año le diagnosticaron sida a Randy. Sin el menor asomo de autocompasión. por teléfono me dijo que le quedaban unas cuantas células T y que había decidido llamarlas Hugo, Paco y Luis. Parecía una locura que viajara, que se arriesgara a que alguno de nosotros estornudara y lo hiciera enfermar de pulmmúa, pero él quería visitarnos, y lo hizo. Seguía siendo el Randy alegre y afectuoso de siempre. Aunque estaba terriblemente delgado, con los pómulos hundidos, los ojos le brillaban.
Se llevó a Halley a recorrer la ciudad una vez más, con su hermanita, Julie, sujeta a su pecho con un portabebés de tela. -Tenemos que hacer algo con este árbol -nos dijo Randy un día. A mí el árbol, con sus mofios rojos, me parecía bien, e incluso me enorgullecía un poco de que sus ramas brillaran con los adornos. Unos días después, la mafiana del 31 de diciembre, Randy reunió a toda la familia. Uevaba puesto el viejo sombrero de pirata, que sacó de una caja de disfraces, del cual colgaban serpentinas de colores y le caían como pelo hasta los hombros. Mientras lo observábamos -yo malhumorada al principio, pues me preguntaba hasta qué punto debíamos ser pacientes con un invitado moribundo, aunque lo amáramos como si fuera nuestro hermano-, quitó los adornos del árbol, y luego sacó más serpentinas y un montón de silbatos y botellitas de champán de plástico.
-Ahora lo convertiremos en un árbol de Afio Nuevo -anunció. iUn árbol de Afio Nuevo! iPor supuesto! Arrojamos las serpentinas al árbol, y atamos los silbatos y las botellitas en todas sus ramas.
-Y ahora, amigos míos, lel broche de oro! -exclamó Randy. Estirándose cuan largo era, hasta la punta del árbol, quitó el ángel dorado de papel maché y en su lugar colocó los muñecos de Halley: Ken, ataviado con esmoquin, y Barbie, con un vestido de gala esplendoroso.
-IMiren ahí! -dijo, y esbozó una enorme sonrisa.
Era un árbol ridículo, pero maravilloso, feliz y perfecto. Randy vivió un año y medio más. Ninguno de nosotros superará su muerte, puedo jurarlo, pero cada Navidad brindamos por él, por su árbol, por su gran carácter y por la Navidad en que nos ensefió que la valentía es un hombre con un sombrero de pirata y bobas serpentinas como pelo.
Un año declaró que el tema era Peter Pan y le confeccionó a la niña un traje de Campanita, con cascabelitos en el dobladillo, y convenció a mi padre para que se presentara en la sala con un sombrero de pirata de ala ancha y un garfio falso en vez de mano. Randy también se encargaba de mis fiestas para adultos, y decidía mis atuendos, para lo cual buscaba y rebuscaba en las tiendas de segunda mano hasta encontrar el collar de piedras de fantasía que hiciera juego con el vestido que ya me había obligado a comprar. Cuando Halley tenía ocho años, Randy se marchó de Nueva York para dirigir una compañía de ballet sin grandes ambiciones en una pequeña ciudad de Colorado. Allí daba clases de baile, creaba coreografías y animaba a secretarias y vendedores de computadoras para que ejecutaran algunos pasos de ballet en el escenario. Halley lo echaba mucho de menos, al igual que toda la familia, pero Randy le llamaba por teléfono a menudo y le enviaba vestidos preciosos; cuando podía, nos visitaba en la Navidad.
El año en que mi hija cumplió 10 de edad, di a luz a otra nifia. Ese mismo año le diagnosticaron sida a Randy. Sin el menor asomo de autocompasión. por teléfono me dijo que le quedaban unas cuantas células T y que había decidido llamarlas Hugo, Paco y Luis. Parecía una locura que viajara, que se arriesgara a que alguno de nosotros estornudara y lo hiciera enfermar de pulmmúa, pero él quería visitarnos, y lo hizo. Seguía siendo el Randy alegre y afectuoso de siempre. Aunque estaba terriblemente delgado, con los pómulos hundidos, los ojos le brillaban.
Se llevó a Halley a recorrer la ciudad una vez más, con su hermanita, Julie, sujeta a su pecho con un portabebés de tela. -Tenemos que hacer algo con este árbol -nos dijo Randy un día. A mí el árbol, con sus mofios rojos, me parecía bien, e incluso me enorgullecía un poco de que sus ramas brillaran con los adornos. Unos días después, la mafiana del 31 de diciembre, Randy reunió a toda la familia. Uevaba puesto el viejo sombrero de pirata, que sacó de una caja de disfraces, del cual colgaban serpentinas de colores y le caían como pelo hasta los hombros. Mientras lo observábamos -yo malhumorada al principio, pues me preguntaba hasta qué punto debíamos ser pacientes con un invitado moribundo, aunque lo amáramos como si fuera nuestro hermano-, quitó los adornos del árbol, y luego sacó más serpentinas y un montón de silbatos y botellitas de champán de plástico.
-Ahora lo convertiremos en un árbol de Afio Nuevo -anunció. iUn árbol de Afio Nuevo! iPor supuesto! Arrojamos las serpentinas al árbol, y atamos los silbatos y las botellitas en todas sus ramas.
-Y ahora, amigos míos, lel broche de oro! -exclamó Randy. Estirándose cuan largo era, hasta la punta del árbol, quitó el ángel dorado de papel maché y en su lugar colocó los muñecos de Halley: Ken, ataviado con esmoquin, y Barbie, con un vestido de gala esplendoroso.
-IMiren ahí! -dijo, y esbozó una enorme sonrisa.
Era un árbol ridículo, pero maravilloso, feliz y perfecto. Randy vivió un año y medio más. Ninguno de nosotros superará su muerte, puedo jurarlo, pero cada Navidad brindamos por él, por su árbol, por su gran carácter y por la Navidad en que nos ensefió que la valentía es un hombre con un sombrero de pirata y bobas serpentinas como pelo.
Jenny Allen es autora de un libro de
fábulas para adultos titulado The Long Chalkboard. ilustrado por su
esposo, Jules Feiffer, y un monólogo suyo sobre el cáncer de ovario, I
Got Sick Then 1 Got Better, se ha presentado en teatros, hospitales,
universidades y conferencias sobre el cáncer en todo Estados Unidos.
0 comentarios:
Publicar un comentario