Hace muchos años, cuando trabajaba como voluntario en un Hospital de Stanford, conocí a una niñita llamada Liz, quien sufría de una extraña enfermedad. Su única oportunidad de recuperarse aparentemete era una transfusión de sangre de su hermano de 5 años, quien había sobrevivido milagrosamente a la misma enfermedad y había desarrollado los anticuerpos necesarios para combatir la enfermedad. El doctor explicó la situación al hermano de la niña, y le preguntó si estaría dispuesto a dar su sangre a su hermana. Yo lo ví dudar por solo un momento antes de tomar un gran suspiro y decir:
Sí, lo haré, si eso salva a Liz.
Mientras la transfusión continuaba, el estaba acostado en una cama al lado de la de su hermana, y sonriente mientras nosotros lo asistiamos a el y a su hermana , viendo retornar el color a las mejillas de la niña. Entonces la cara del niño se puso pálida y su sonrisa desapareció. El miró al doctor y le pregunto con voz temblorosa.
¿Empezaré a morirme en seguida?
Siendo solo un niño, este no había comprendido al doctor; el pensaba que le daría toda su sangre a su hermana. Y aún así se la daba.
Sí, lo haré, si eso salva a Liz.
Mientras la transfusión continuaba, el estaba acostado en una cama al lado de la de su hermana, y sonriente mientras nosotros lo asistiamos a el y a su hermana , viendo retornar el color a las mejillas de la niña. Entonces la cara del niño se puso pálida y su sonrisa desapareció. El miró al doctor y le pregunto con voz temblorosa.
¿Empezaré a morirme en seguida?
Siendo solo un niño, este no había comprendido al doctor; el pensaba que le daría toda su sangre a su hermana. Y aún así se la daba.
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